jueves, 16 de abril de 2009

"De las virtudes del educador" - 2ª Parte



Por Paulo Freire


Una otra virtud que emerge de la experiencia responsable es la virtud de aprender a luchar con la tensión entre la palabra y el silencio. Cómo contractar con esta tensión permanente que se crea en la práctica educativa entre la palabra del profesor y el silencio de los educandos, la palabra de los educandos y el silencio del profesor. Si uno no trabaja bien, coherentemente esta tensión puede que su palabra termine por sugerir el silencio permanente de los educandos o con una apariencia de “inquietud” en los mismos. Si yo no vivo bien esta tensión, si yo no sé escuchar, si yo incluso no testimonio a los educandos qué es la palabra verdadera, si no soy capaz de exponerme a la palabra de ellos, que penetre mi silencio necesario, yo termino discurseando “para”. Y hablar o discursear “para” casi siempre se transforma en “hablar sobre” que necesariamente significa “contra”. Vivir apasionadamente la tensión entre palabra y silencio significa “hablar con”, para que los educandos también “hablen con”. En el fondo, ellos tienen que asumirse como sujetos del discurso y no ser meros receptores del discurso o de la palabra del profesor.

Vivir esta experiencia de la tensión en un espacio, demanda mucho de nosotros. Para ellos hay que aprender algunas cosas básicas como ésta. “No hay pregunta tonta ni tampoco hay respuestas definitivas”. Yo diría incluso que la necesidad de preguntar forma parte de la naturaleza de la existencia humana. El hombre y la mujer deben actuar sobre el mundo y preguntar sobre la acción.

No es bueno conocer sin preguntarse y sin preguntar. Es preciso que el educador testimonie a los educandos el gusto de la pregunta y el respeto a la pregunta. En la Educación Liberadora, uno de los temas fundamentales en el comienzo de los cursos, es una reflexión sobre la pregunta. La pregunta fundamental enraizada en la práctica.

A veces, por ejemplo, el educador percibe en una clase que los alumnos no quieren correr el riesgo de preguntar porque temen a sus propios compañeros. Y yo no tengo duda, sin pretender hacer “psicologismo”, (no psicología) que cuando los compañeros se burlan de aquel que hizo una pregunta, suelo pensar si cuando ese profesor recibió una pregunta no fue él primero quien hizo una sonrisa irónica descalificándola y sugiriendo que quien la hacía era un ignorante. El profesor incluso, suele añadir a esta sonrisa una advertencia como “estudie un poco más y pregunte después”. Esta forma de comportarse no es posible, porque conduce al silencio, no a la inquietud.


Es una forma de castrar la curiosidad, sin la cual no hay creatividad.
Pasando a otra virtud, que es complicada por ser un poco técnica desde el punto de vista filosófico, es aquella de trabajar en forma crítica la tensión entre subjetividad y objetividad, entre conciencia y mundo, entre práctica y teoría, entre ser social y conciencia.

Es difícil vivir esta dialecticidad entre subjetividad y objetividad y no es casual que éste sea un tema que acompañe la historia de todo el pensamiento filosófico. Y es difícil, porque ninguno de nosotros escapa andando por las calles de la historia, de sentir la tentación de olvidar o de minimizar la objetividad y reducirla al poder –que allí se hace mágico- de la subjetividad todopoderosa. Y es entonces que arbitrariamente se dice que la subjetividad crea la objetividad.


Por lo tanto no hay que transformar el mundo, la realidad concreta, sin las conciencias de las personas. Y este es uno de los mitos en que han caído miles de ingenuos. El mito de pretender que primero se transforman los corazones de las personas y después la realidad material.


Entonces “cuando se tenga una humanidad bella, llena de seres angelicales, de esta humanidad saldrá una revolución”.

Esto no existe, jamás existió. La subjetividad cambia en el proceso del cambio de la objetividad. Yo me transformo al transformar. Yo soy hecho por la historia al hacerla.

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