Por LAURA ALVAREZ CHAMALE, EL TRIBUNO de JUJUY
Este 12 de octubre no es como los anteriores. Por primera
vez, el otrora Día de la Raza se conmemora como Día del Respeto a la Diversidad
Cultural. Y este estreno nos hace redescubrir la América, romper el telón del
dogma colonial, repensarla con todos: con aquellos que vivieron en este suelo
hace más de 35 mil años y con los que la poblaron a partir de 1492.
Este día se presenta como una oportunidad para superar
viejos conceptos muy arraigados en un modelo cultural e histórico poco
cuestionado. Es momento de replantearnos el Día de Raza dedicado a Colón casi
como una cuestión de fe. La propuesta es profundizar el debate sobre esta fecha
dotándola de un significado acorde al valor que asigna la Constitución Nacional
y diversos tratados y declaraciones de derechos humanos, a la diversidad étnica
y cultural de todos los pueblos.
Los libros cuentan que el 12 de octubre de 1492, Rodrigo de
Triana, un tripulante de los navíos de Colón, gritó “tierra, tierra”. Estaban
frente al islote de Guanahaní (actuales Bahamas), al que Colón llamó San
Salvador creyendo haber llegado a algún lugar de Asia. Y así comenzó una larga
y aciaga época para los pobladores originarios de América.
La resistencia
En nuestro territorio nacional, los aguerridos querandíes
que poblaron las costas del Mar Dulce, aquellos que frustraron los planes de
Pedro de Mendoza, hoy son un recuerdo vago. Muy distinto es lo que ocurre en
las riberas del Pilcomayo, donde aún viven arrinconados en las barrancas
arenosas, miles de aborígenes que soportaron caprichosamente las embestidas
colonizadoras.
Los matacos o wichis, junto a sus hermanos tobas, chulupíes,
chorotes, pilagás y chiriguanos siguieron resistiendo el acoso de los blancos
hasta bien entrado el siglo XX, aún cuando las demás razas indígenas de esta
parte de América habían depuesto para siempre sus lanzas.
Sin embargo, esta guerra finalmente perdida, esta inútil
epopeya aborigen del Norte, dejó como secuelas y postales, la miseria y la
marginalidad.
La colonización española los encontró impenetrables como el
monte chaqueño que contiene a la mayoría de sus comunidades. Todavía hay grupos
de raíces autóctonas que intentan preservar su cultura de la aniquilación,
sosteniendo un primitivo modo de vida con plena dependencia de la naturaleza.
En las misiones aborígenes el silencio aturde, impresiona, y
habla de sabiduría y paciencia, dos condiciones de las que pocos pueblos pueden
presumir.
Resisten en silencio, con hambre y enfermedades. Y es
precisamente esa resistencia ejercitada hasta el hastío la que debe terminar,
planteando un nuevo modo de respetuosa convivencia entre los hijos de la vieja
y de la nueva América.
El río turbio
A los aborígenes del Norte sólo les queda el río. Si no
fuera por esa “corriente zaina, hecha de sueñera y barro”, serían un recuerdo
manso como el discurrir del Pilcomayo.
Postes y alambrados se levantaron contra su natural
nomadismo y ya nada pueden sacarle al monte convertido en sojal. Añoran la
dulzura de la algarroba madura y de los frutos del mistol, la tusca y el
chañar. Ya ni siquiera pueden vivir de lo poco que cazan, por eso no les queda
alternativa que alimentarse de lo mucho que pescan con sus míticas redes
tijeras, hechas con caña y fibra de chaguar.
Las modernas prácticas agrarias desarmonizaron el
medioambiente. Aunque este factor nos afecta a todos, para los aborígenes
representa un verdadero apocalipsis.
Los cambios climáticos los someten a fríos inusitados, a
prolongadas sequías y a repentinas inundaciones. Por eso se dispersan por el
monte que les queda, en busca de comida, leña, fibras vegetales, semillas,
resina, cera de panales y madera para las artesanías que constituyen su modo
principal de subsistencia.
Las familias que viven en el monte o cerca del río están
mejor nutridas. El índice más alto de desnutrición se da en los grupos
periurbanos porque, por lo general, son marginados y no tienen recursos.
Conocer otra cultura todavía produce choque en lugar de
enriquecimiento. Es notable el desinterés por las formas de vida y pensamiento
diferentes. Es clara la resistencia al complemento. Muchos piensan que los
aborígenes son vagos y que están acostumbrados al asistencialismo. Y tal vez
eso fue creciendo a la par de la incomprensión y la indiferencia, contribuyendo
al etnocidio cultural de estos pueblos.
Sin embargo, es bueno saber que la vida de los primitivos
habitantes de América se ordena en base a tres principios: munay (querer);
llankay (trabajar) y yachay (aprender). Para ellos el trabajo es felicidad y
dignidad, aunque poco tiene que ver con el concepto de lucro, con el que
asociamos la felicidad los americanos postcolombinos.
El Día del Respeto a la Diversidad Cultural susurra un nuevo
tiempo. Así como la brisa del generoso río turbio que alimenta a los indígenas,
parece murmurar viejos versos del poeta Néstor Groppa:
En que zafra no has tarjado
mataco Ambrosio Loreto,
ya sin el mundo en los ojos,
casi de arena tu cuerpo...
Ambrosio de los Matacos,
indio libre y prisionero...
como en tu tierra, en tu monte,
nunca pudiste ser dueño.
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